Mientras
los medios de comunicación se llenan de noticias trágicas (cambio climático,
violencia machista, crisis migratoria...), a finales de julio leí una que no sé
dónde irá a parar pero que, de entrada, me ha parecido interesante: el gobierno
de Nueva Zelanda de la laborista Jacinda Arden presentó el primer presupuesto del bienestar. Este
presupuesto implica que todos los gastos nuevos deben promover una de las cinco
áreas prioritarias del Gobierno: mejora de la salud mental, reducción de la
pobreza infantil, abordaje de las desigualdades que sufren los indígenas
maoríes, prosperar en la era digital y transitar a una economía sostenible
medioambientalmente y baja en emisiones. Se trata de una decisión que concuerda
con la opinión de expertos que proponen priorizar las mejoras de calidad de
vida individual frente de los intereses económicos. Ya hace unos años, en 2008,
el reino de Bután institucionalizó el índice de felicidad nacional en su
Constitución.
El bienestar,
entendido en el sentido de sentirse bien y satisfecho con uno mismo y contento
de la vida que se vive depende de múltiples factores: la salud, la profesión,
las relaciones sociales, la tranquilidad económica, la sensación de poder
alcanzar las propias metas... Plantearse favorecer este bienestar como meta
política de un gobierno creo que ayuda a recuperar la confianza en las
instituciones.
La
decisión del gobierno de Nueva Zelanda ha suscitado críticas de la oposición y
han aparecido opiniones un poco escépticas por miedo a que todo se quede en
buenas intenciones. Veremos, pero que un gobierno se plantee prioridades
enfocadas al bienestar personal de la población por encima de los intereses económicos
es una buena señal en este mundo tan convulso y creo que vale la pena
aprovecharlo para hablar sobre la cuestión de fondo.
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