El debate sobre el papel de las tecnologías
digitales y de Internet en la educación está permanentemente abierto. No menos
permanente es el debate sobre cómo, cuándo y qué evaluar. Recientemente han
aparecido algunos artículos y se han difundido experiencias que relacionan las
dos cuestiones. Se trata de abordar la posible confluencia de dos temas clave,
por su incidencia social el primero y por su relevancia en la dirección y las
priorizaciones a la hora de estudiar, el segundo.
¿Deben los estudiantes poder acceder a Internet
en los exámenes y otras evidencias de evaluación? La polémica está servida. Por
un lado, se habla de que lo importante hoy en día es la comprensión y no la
acumulación de datos en la memoria; de que la manera de evaluar tiene que
adaptarse a lo que es importante evaluar y a los recursos socialmente
predominantes, para evitar que la evaluación se convierta en algo desligado de
la realidad. A menudo, no se evalúa realmente lo que debería ser prioritario
para desenvolverse adecuadamente en el mundo actual. La trepidante acumulación
de conocimiento y los cambios constantes y acelerados del conjunto de
componentes que constituyen las sociedades pone en duda cuáles son los
conocimientos necesarios a adquirir por los estudiantes, más allá de aprender a
aprender de manera continuada.
Por otro lado, a menudo surgen voces críticas con
el papel que está adquiriendo la tecnología digital en nuestras vidas, con su
riesgo de deshumanización. Internet está lleno de posibilidades pero ha
producido cambios en la manera de acceder al conocimiento que han puesto en
jaque uno de los requisitos más importantes para aprender: la capacidad de
atención prolongada y, a la vez, abierta y reflexiva. Para interpretar y
posicionarse críticamente ante la realidad, se requiere disponer de fundamentos
y pensamientos profundos, así como de una disposición a la implicación y al
esfuerzo que supone aprender. No podemos entender la vida sólo como una base de
datos ni aceptar que la red puede sustituir al pensamiento humano (ni a las
relaciones sociales, por otra parte). La memoria comprensiva, asimismo, es un
componente imprescindible para el aprendizaje significativo.
Ante estas dos perspectivas extremas,
evidentemente pueden existir alternativas que intenten compaginar una
evaluación coherente con lo que hoy en día debería importar en la educación y
con una visión de institución escolar no aislada del entorno social y, a la
vez, una evaluación preocupada por el papel activo y reflexivo del estudiante y
por la necesidad de un pensamiento profundo.
La alternativa, en la práctica, no es sencilla,
aunque existen interesantes experiencias que pueden ilustrarnos. En todo caso,
tanto el uso de la tecnología digital como el enfoque de la evaluación deberían
estar íntimamente ligados a una definición de intenciones formativas que
realmente fuera el resultado de una profunda y colectiva reflexión sobre lo que
debe ser prioritario enseñar en el contexto actual. Sin duda que, en esta
reflexión, se hace necesario plantearse la necesidad de ayudar al estudiante a
desarrollar su capacidad de autonomía en el propio proceso de aprendizaje y su
capacidad de implicarse en el reto de contribuir a mejorar la sociedad.
La evaluación suele preocuparnos mucho, por
razones diversas, y aún más si cabe cuando, a finales de curso, los docentes
nos encontramos ante la necesidad de acreditar, que debería ser sólo una de las
funciones de la evaluación, por cierto. Cuestiones tan complejas y tan
sensibles como la que hemos abordado aquí no pueden obviarse si nos preocupa el
aprendizaje de los estudiantes. Cuando terminamos las clases y antes de empezar
con la vorágine de un nuevo curso, quizás sea un buen momento para abordarlas
con reflexiones serenas pero, a la vez, con el imperativo de no quedarnos
anclados en lo que hemos venido haciendo, sólo por el hecho de que lo hemos
venido haciendo así.
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