La oferta
educativa de verano siempre ha cumplido diversas funciones; proporcionar un
lugar donde atender el niño o la niña mientras su familia está ocupada ha sido
una de importante. De todos modos, malo si esto se quedara aquí: las
actividades extraescolares y de tiempo libre deben ser una buena oportunidad
para disfrutar de un ocio enriquecedor y para la socialización de la infancia.
Este año la situación es muy especial porque niñas y niños, durante tres meses,
no han podido ir a la escuela y ahora, los centros que ofrecen actividades de
verano, se convierten en un espacio para el reencuentro con iguales aún más
importante que en veranos pasados. Los niños necesitan relacionarse con otros
niños y niñas y seguir aprendiendo, aunque de manera diferente a como lo hacen
en la escuela. Esta necesidad es especialmente remarcable en los niños y
adolescentes que se encuentran en situaciones más vulnerables porque, en este
caso, estas actividades se convierten en una oportunidad para evitar una
desconexión total de los aprendizajes organizados. Atendiendo a esta situación,
la Fundación Jaume Bofill ha propuesto a los ayuntamientos catalanes
-especialmente a los de más de 10.000 habitantes- que inviertan 500 euros por
cada niño vulnerable para garantizar que tengan acceso a 80 horas de
actividades de verano. Estas medidas deberían llegar a 300.000 niños y
adolescentes que, según la Bofill, son los que están en riesgo de pobreza.
Saven the
Children ha publicado un informe donde demuestra la desigualdad
que se ha producido entre los niños durante el confinamiento por coronavirus y
reclama -como lo hacen otras organizaciones y entidades- un plan de choque.
Ahora que la oferta educativa no escolar (o no curricular, para ser más
exactos) se reanuda, existe la sensación de que, desde la Administración, no se
está prestando suficiente importancia a esta oferta, especialmente en estos
momentos. El cambio de criterios tan frecuente no ayuda y parece que cueste
encontrar el punto de equilibrio entre las medidas preventivas necesarias y la
necesidad de una flexibilidad que permita desarrollar las actividades con la
máxima normalidad posible. Es importante que haya pautas a seguir pero también
lo es que sean razonables y verdaderamente viables. Si no fuera así, se pondría
a los responsables de las actividades de verano en una situación de estrés que
no sería buena para nadie.
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