El 29 de mayo de
2019 hace 66 años de la conquista del Everest, la mítica montaña de 8.848
metros. Cuando Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay alcanzaron la cima se
consideró una hazaña difícil de repetir. En La Vanguardia del 24 de mayo
pasado, leo una noticia y veo una fotografía impactantes: actualmente, en dos
semanas de mayo (la época mejor para el ascenso) suben casi un millar de
personas. En la fotografía se ve una larguísima cola de alpinistas esperando el
turno para pisar la cima: en un solo día unas 300 personas lo consiguieron. Es
una actividad de riesgo y esto provoca algunos accidentes mortales. Con la
concentración de tanta gente a más de 8.000 metros, la espera por la cola puede
ser fatal porque el oxígeno embotellado se va gastando.
El Everest se ha
convertido en un negocio, un nuevo destino turístico donde la gente hace cola,
con sus botellas de oxígeno y la asistencia de sherpas personales y donde, para
participar en esta experiencia, hay que pagar mucho dinero al operador
turístico que la gestiona. Como ocurre en los lugares donde hay mucho turismo,
por el camino de ascensión y descenso quedan muchos desechos; cada año se
vierten cuatro o cinco toneladas de basura: botellas de oxígeno, tiendas de campaña,
piolets, latas, cuerdas... ¿Qué estamos haciendo?