En la Universidad, ya
estamos inmersos en las clases del segundo semestre.
Los primeros días, con los
estudiantes de mi grupo, hemos trabajado sobre sus expectativas y sobre el
concepto y la incidencia de las expectativas en los procesos de aprendizaje. Hemos
hablado del efecto Pigmalión, de la profecía de la autorrealización (lo que
esperamos que pase acabará pasando), de cómo influyen las expectativas del
educador o educadora, de los estereotipos y los prejuicios y del papel central
de las expectativas en la motivación. A menudo, cuando en la relación educativa
detectamos falta de interés, de motivación, desgana… lo que hay detrás es un
problema de falta de expectativas positivas, de confianza en las posibilidades.
Cuando se da esta situación,
especialmente en la enseñanza básica, nos encontramos ante una encrucijada, si
queremos ayudar al alumnado en su proceso de aprendizaje. Las expectativas las
vamos construyendo a partir de nuestra historia personal y esta historia, en
una parte significativa, se desarrolla en situaciones de relación educativa más
o menos formales. ¿Cómo contribuir a que los educandos mejoren sus
expectativas? Responder a esta pregunta obliga a plantearse cuestiones con
relación a los objetivos y los contenidos de aprendizaje, las estrategias
metodológicas, la evaluación y a la atención a la diversidad, como mínimo. Casi
nada. Cómo que la realidad es sistémica y todo está conectado no existen
alternativas simples. Todas son complejas. La cuestión es si el tema de las
expectativas es suficientemente determinante para ser uno de los ejes sobre los
que sostener la reflexión sobre nuestra práctica. Yo creo que sí que lo es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario