En diversas
ocasiones he opinado -como han hecho muchos otros- sobre la necesidad de un
acuerdo político amplio sobre el sistema educativo que ponga freno al actual
proceso de cambio permanente a que está sometido, a remolque de los cambios
electorales.
La situación actual no tiene sentido porque
no facilita en absoluto la labor del profesorado y, por lo tanto, pone obstáculos
en el camino hacia una mejora real de la educación. Ahora no entro en el
contenido de estos cambios porque en este caso es muy cierto aquello que decimos
a menudo cuando hablamos de educación: son tan importantes -como mínimo- los
resultados como los procesos. Ahora hablo de procesos, aunque es muy cierto que
también se podría opinar sobre el contenido de los aires que inspiren al Ministerio de Educación que, a
menudo, parecen provenir de tiempos muy lejanos.
Me refiero a la dinámica de reformas
continuadas, una dinámica que no contribuye precisamente a motivar a los y a
las docentes. Los cambios legislativos tan frecuentes y tan pendulares - ahora
hacia aquí, ahora hacia el otro lado- ayudan a incrementar una sensación de
inseguridad y de provisionalidad desde la cual se hace difícil llevar a cabo la
tarea de enseñar, especialmente cuando ya hay muchos otros factores que ayudan
a crear incertidumbres.
En el mejor de los casos, ante esta aluvión
de cambios constantes, el profesorado genera mecanismos de resistencia a la
innovación que le permitan no perder el norte - su norte profesional- pero, a
menudo, la reforma permanente lleva al desconcierto docente y a incrementar la
concepción negativa sobre la escuela que tiene un sector amplio de la sociedad.
¿Todo esto no lo sabe el actual ministro de
educación del gobierno español? Con toda seguridad, no lo puede ignorar. Entonces,
¿cómo se explican las decisiones que está tomando, sus manifestaciones y su
arrogancia y menosprecio hacia ideas distintas de las suyas? ¿A dónde pretende
llevar la educación? ¿Qué quiere conseguir?
La verdad, me cuesta de imaginar.
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