El otro día, en una de las clases de la Universidad , discutimos sobre el concepto de calidad en educación. Las opiniones eran diversas. Algunos estudiantes incidían en la carga mercantilista y economicista del concepto. Para ahondar más en la cuestión les propuse ir más allá de la terminología y preguntarnos en función de qué tomamos los educadores y educadoras unas u otras decisiones. ¿Qué criterios pueden favorecer esta toma de decisiones?
Aparecieron entonces opiniones en el sentido de que no hay opciones buenas porque no hay opciones malas. Se dijo que hay que adaptarse a cada persona, respetando sus intereses (“si no quiere estudiar matemáticas que no las estudie”), que cuando se dice que una mayor formación proporciona mejores oportunidades ves a saber si es cierto porque “todos los estudios responden a intereses” o que “puede ser bueno dejar que una persona se hunda, en un momento dado”.
Este relativismo –que enlaza con la entrada anterior de este bloc- que parece llevar a que todo vale, y la idea de que hay que “servir” a la persona, me parecen peligrosos cuando estamos hablando de futuros educadores y educadoras. Las decisiones que tomamos influyen –en ocasiones, mucho- en las personas y en sus posibilidades. Respetar ciegamente “lo que quiere la persona” es olvidar que su decisión no es libre sino influida por las ideologías y culturas dominantes. Atender a la diversidad no puede contraponerse a la equidad y a proporcionar oportunidades a todos y a todas…
A veces, nos encontramos en las clases con personas muy poco críticas pero también con personas hipercríticas y, ni unas ni otras, parecen muy predispuestas a considerar puntos de vista distintos, a poner en tela de juicio sus convicciones, a pensar sobre las propias contradicciones (si afirmo que todo es relativo me estoy contradiciendo en la propia afirmación) y, en definitiva, a buscar un conocimiento en temas educativos que vaya más allá del que tienen las personas que no son profesionales de la educación.