El conocimiento cotidiano o vulgar (sin ningún sentido
peyorativo) es el que tenemos las personas como fruto de nuestras experiencias
en la vida de cada día. Este no es el conocimiento que se debería aprender en
las instituciones educativas. Tampoco podemos pretender que se adquiera conocimiento
científico. Ya hace bastantes años, el profesor Ángel Pérez Gómez etiquetaba el
conocimiento que se enseña en el sistema educativo como conocimiento académico.
Este tipo de conocimiento es sistemático y complejo, no
anecdótico. Es el conocimiento que nos ayuda a analizar los hechos, a elaborar
conceptos, a emitir juicios argumentados y fundamentados. En mis clases en la Universidad, constato
que no es fácil adquirirlo. No lo es, entre otras razones, porque a menudo los
y las estudiantes –también nosotros, sin duda- tienen tendencia a emitir
juicios y a establecer conclusiones a partir de sus prejuicios y
preconcepciones. Vivimos en una sociedad donde rápidamente etiquetamos y
clasificamos.
Para adquirir conocimiento académico se requiere una
mentalidad abierta e, incluso, un esfuerzo consciente para encontrar lo
imprevisto. Como decía el presocrático Heráclito, si no esperas lo inesperado, no lo encontrarás. El conocimiento académico pide estar predispuesto
a buscar información, intentando que nuestros preconceptos no nos hagan
malinterpretarla o nos lleven a conclusiones precipitadas; saber escuchar;
analizar con rigor y con la conciencia de que la realidad es compleja y no es
de recibo forzar su simplificación. Es a partir de este proceso abierto,
sistemático y riguroso, que deberíamos elaborar nuestros juicios. No es nada
fácil, pero construir conocimiento en la institución escolar no creo que pueda
entenderse de otra manera.