Editorial de la revista Aula de innovación educativa, 215, octubre 2012:
La combinación de la crisis económica y del
fracaso escolar de una parte importante de adolescentes ha dado lugar a un
colectivo de jóvenes que no están trabajando ni estudiando; es decir, no tienen
ninguna de las dos ocupaciones que se consideran básicas en nuestra sociedad.
Los datos son muy preocupantes: casi un 24% de
jóvenes españoles entre 15 y 29 años ni estudian ni trabajan. Se trata de una
población a la que se ha etiquetado como los ni-ni. Este porcentaje,
notablemente superior al de los países de la OCDE (donde no llega al 16%), es
muy preocupante.
La salida tradicional para quienes fracasaban
en el sistema escolar era la incorporación temprana al mercado laboral y, a la
vez, las posibilidades laborales servían a menudo de estímulo para dejar los
estudios. Sin embargo, las dificultades actuales para encontrar trabajo han
llevado a muchos jóvenes abandonados por el sistema educativo a encontrarse en
un proceso de marginación social, puesto que la sociedad actual se estructura
en gran parte sobre los pilares de la ocupación laboral y del conocimiento.
En sintonía con la situación anterior, se
mantiene un alto porcentaje (cercano al 30%) de alumnado que no finaliza sus
estudios secundarios. La deserción de las aulas se da en bachillerato y en
formación profesional.
Con toda seguridad, las causas son diversas,
pero urge buscar soluciones. Se trata de uno de los problemas más graves que
tiene actualmente nuestro sistema educativo. Como sucede con todos los
problemas complejos y sustantivos, la búsqueda de alternativas requiere de un
buen diagnóstico de la situación, de estrategias que contemplen su complejidad
y de consensos suficientes para remar todos en el mismo sentido o, como mínimo,
para evitar hacerlo en sentidos contrapuestos.
Las alternativas dirigidas a mejorar la
situación actual, además, deben plantearse desde la equidad. Desviar cuanto
antes mejor a una parte del alumnado a la formación profesional y otras
propuestas de semejantes características no parecen ni equitativas ni
susceptibles de generar el suficiente consenso. Una selección demasiado
temprana puede hacer más cómodas algunas situaciones en las aulas pero no es
respetuosa con la diversidad y los distintos ritmos de maduración de los
adolescentes.
La gravedad de la situación obliga a construir
opciones para su mejora pero esta construcción requiere de tiempo. Las
respuestas que buscan soluciones rápidas a problemas educativos no tienen
excesiva viabilidad.
En estos momentos, parece que la situación de
crisis económica, social y política, sirva de justificación para la toma de
decisiones que pueden suponer un retroceso significativo en los logros del
sistema educativo. Por otra parte, a menudo las políticas de imagen parecen anteponerse
a las que realmente pretenden una mejora estructural del sistema.
La necesidad de obtener mejores puntuaciones en
las pruebas internacionales y la de disminuir los porcentajes de fracaso
escolar, en ningún caso deberían dar lugar a decisiones partidistas que no
puedan generar suficientes adhesiones ni a decisiones que atenten contra lo
mejor de nuestro sistema educativo. No todo se reduce a mejorar los resultados
estrictamente académicos, especialmente si ello se hace a costa de ir “soltando
lastre”.